Os informamos de que vamos a rematar la ropa deportiva que aún tenemos, con tallas y unidades muy limitadas.
Esta acción se enmarca dentro de la organización de una nueva equipación deportiva y complementos, cuya adquisición está prevista para el primer trimestre de 2026. Con el fin de liberar stock y facilitar la transición a la nueva equipación, se pone a disposición de los socios el material actualmente disponible.
👉 El inventario completo y los precios de venta pueden consultarse en el PDF adjunto a esta entrada.
Cómo realizar la solicitud
Las personas interesadas deberán contactar por WhatsApp con la vocal de Equipación e Inventario, Maricarmen López Fraga, indicando claramente:
El material que desean
La talla correspondiente
⚠️ Dado que las cantidades son muy reducidas, las solicitudes se atenderán por riguroso orden de llegada. La reserva quedará confirmada una vez recibida la solicitud.
Entrega del material
La entrega de los pedidos se realizará el día 31 de diciembre, en la carpa del club, coincidiendo con la celebración de la Carrera de San Silvestre.
El Cross Nocturno de Orihuela es una de esas carreras que lo tienen todo para ser perfectas: distancia asumible (6,6k), monumentalidad de postal, público entregado y esa magia tan especial de correr por la noche. Y un final por todo lo alto: la subida al Seminario. Son solo 643 metros, pero cada puñetero metro te muerde las piernas, con 66 metros de desnivel y una pendiente máxima del 16%.
Además, es un Vía Crucis. Literalmente. Con sus catorce estaciones en las que puedes pararte, si quieres, a rezar, meditar o recuperar el resuello.
Este año tenía un plan. Subir esa cuesta corriendo. Del tirón. Sin parar en ninguna estación, ni la primera ni la decimocuarta. Redimirme de anteriores ediciones en las que me había rendido a mitad de pendiente mientras la gente me pasaba acelerando como si yo fuera un semáforo en ámbar. Y lo conseguí. Bueno, técnicamente lo conseguí.
La subí del tirón.
Andando.
Sin correr ni un solo metro. Convertido en un transformer articulado que se movía con la fluidez de la estatua en el Jardín Botánico que cantaba Radio Futura.
Porque este año decidí ir disfrazado de Hombre de Hojalata.
No fue casualidad. En la revista, mis jefas me llaman Iron Man desde que volví a correr hace tres años. Yo siempre las corrijo: soy el Hombre de Hojalata, no Iron Man. Es coña, claro. Después de 25 años celebrando el cierre semanal de cada edición con una noche de gin tonics (yo a distancia, porque teletrabajo y la redacción está en Madrid), ponerse a correr es casi una traición.
Sin embargo, en el fondo, confieso que siempre me he creído un poco Iron Man. O sea, nací en el Mediterráneo. Tengo una mamma. Cómo no me voy a creer un macho alfa con unas cualidades portentosas. La biología y la realidad me pusieron en mi lugar, pero me costó décadas aceptarlo.
Así que este año me planté en Orihuela vestido de lo que soy.
Por cierto: yo había pensado ir al chino a comprarme un disfraz de los que venden en bolsa de plástico por quince euros. Práctico, rápido y a otra cosa. Pero Manoli consideró que eso era poco currado. Cutre. Industrial. Así que se empeñó en hacer su propia versión del Hombre de Hojalata. Y se entregó a la causa con fervor artesanal: Shein, Amazon, tiendas de todo a cien. Mallas plateadas, leggings compresivos plateados (aunque no sé cómo definir esta prenda, ni siquiera si tiene nombre, una especie de manguito hasta media pierna para que no se vieran mis calcetines amarillos de Bob Esponja que son, eran, mi amuleto), pantalón plateado por encima —para no marcar paquete con la malla, que es algo que queda muy feo—, camiseta plateada. Pintura plateada en la cara. El corazón de reloj colgando del pecho. El embudo en la cabeza. El hacha. No faltaba detalle.
Y luego estaba la broma. Que a mí me parecía obvia, graciosísima. Cuando alguien del público reconocía el disfraz y me gritaba:
—¡Hombre de Hojalata!
Yo respondía:
—No, no… Soy Iron Man, lo que pasa es que en Aliexpress me timaron.
¿Risas? No. Perplejidad. Incomprensión.
Luego ya, cuando empezó a fallarme el resuello, cuando me llamaban:
—¡Hombre de hojalata!
Yo negaba con el dedo y respondía:
—I-ron-man…
Misma perplejidad, misma incomprensión.
Excepto dos o tres excepciones de las 200 personas del público que me gritaron ¡Hombre de hojalata!, sin contar los 800 corredores que me adelantaron por el camino, que debieron ser casi todos. A nadie le hizo ni puñetera gracia. En cuanto a los niños pequeños que estiraban sus bracitos para chocar las manos, yo era una mezcla incomprensible de payaso y alienígena.
Y entonces fui entendiendo algo. Algo que arruinaba mi chiste. Y que me ha hecho reflexionar sobre los compartimentos estancos, las cámaras de resonancia y los contextos culturales (casi universos paralelos) en los que vivimos. Así que aquí van cinco fotos con interpretaciones diferentes de lo mismo, para dejar bien claro que mi idea era buena, joder, pero que habitamos burbujas separadas por edades y algoritmos.
Foto 1: El Mago de Oz (fotograma original – Dorothy, león cobarde, espantapájaros, hombre de hojalata, todos juntos en el camino de las baldosas amarillas)
Para un boomer: El Hombre de Hojalata. Evidentemente. El que necesitaba aceite para moverse y corazón para sentir. ¿Cómo no vas a reconocerlo?
Para un millennial: Me suena a una peli viejuna de mis padres, de antes de Pixar. ¿No había un señor detrás de una sábana moviendo palancas?
Para mi sobrino Alexei, puro Gen Z, : Ni idea, tito. ¿Steampunk? ¿Cosplay vintage? ¿Algo de antes de internet?
Para un niño: ¡Un astronauta!
Foto 2: Mägo de Oz (el grupo de heavy metal español)
Para un boomer: Coño, estos son muy buenos. Son de mi época. ¿Cómo se llamaban? ¡Ah, sí, Barón Rojo!
Para un millennial:[Tarareando] «Ponte en pie, alza el puño y ven, a la fiesta pagana…”
Para un Gen Z:[En su jerga incomprensible] Qué cringe tío, esos heavys son re-based.
Para un niño: ¿Por qué tienen barbas tan largas?
Foto 3: Iron Man (la película de Marvel)
Para un boomer: Ah, sí, ese de las películas modernas. Mis nietos las han visto todas, pero no les veo el fuste.
Para un millennial: IRON MAN. Obvio. El puto amo. Tony Stark. Tecnología, millones en el banco, salvando el mundo porque él lo vale.
Para un Gen Z: Iron Man, sí. ¿Pero cuál? ¿De qué fase del MCU?
Para un niño: ¡Iron Man! ¡Ese sí que lo conozco!
Foto 4: Ironman (prueba de triatlón – gente sufriendo)
Para un boomer: Masoquistas.
Para un millennial: La prueba definitiva. Algún día la haré. Algún día.
Para un Gen Z: Contenido para Instagram. Motivación. Grind. Hashtag NoExcuses.
Para un niño: ¿Por qué lloran si han ganado?
Foto 5: Yo disfrazado de Hombre de Hojalata en Orihuela
Para un boomer: Ah, el Hombre de Hojalata. Aunque va un poco pasado de lycra.
Para un millennial: El yayo se lo ha currado, ¿aunque cuál es el concepto?
Para mi sobri el Z: Jajaja, ya verás qué sticker guapo te hago, tito…
Para un niño: ¡Un robot! ¿Por qué va tan despacio?
Vayamos con la carrera.
Salí bien. A seis minutos y pico el kilómetro, que es mi ritmo natural cuando no intento impresionar a nadie. Las piernas respondían. Las pulsaciones estaban controladas. Todo perfecto.
Hasta que me encontré con el Muro.
Ese Muro del que hablan los maratonianos con reverencia y terror. Ese Muro que te llega en el kilómetro treinta, treinta y cinco, treinta y ocho, cuando ya casi acaricias la meta… Pues bien: a mí me llegó en el kilómetro tres. En el kilómetro tres de una carrera de seis kilómetros y pico. Ni siquiera había llegado a la mitad y ya estaba contra el Muro. No podía creérmelo. Colapso total.
No era cansancio normal. Era otra cosa. Una rigidez mecánica que me convertía literalmente en lo que representaba: un muñeco de metal oxidado. Como si me hubiera metido en el papel tanto que lo hubiera metabolizado mentalmente, en plan Actor’s Studio. Las rodillas no se doblaban. Los muslos me pesaban como si alguien les hubiera metido lastres de plomo. Cada zancada requería un esfuerzo consciente. Era Forest Gump antes de que se le rompieran las prótesis. Era el Hombre de Hojalata antes de que Dorothy le echara aceite en las bisagras.
Y entonces empezó el desfile de humillaciones.
Me adelantó un papá con su hija de 12 años. Me adelantó uno que llevaba un cencerro al cuello de los que llevan los bueyes. Me adelantaron las que iban disfrazadas de monjas sexis, como Rosalía en Lux, y que corrían con zapatos de tacón. Me adelantaron unos que llevaban unos paracaídas suspendidos de unos armazones metálicos supercurrados. Me adelantaron los grupos que llevaban carros caseros de cartón piedra que pesaban más que yo. Me adelantó un chaval simpatiquísimo que me dio ánimos desde una silla de ruedas empujada por sus colegas —con toda mi admiración, por cierto—. Me adelantó un grupo de zagalones que venían empalmando de marcha, a uno de los cuales lo vi apartarse detrás de un contenedor en el barrio de San Francisco para vomitar en el km 1, y aun así, en el km 4 me dejó atrás como si fuera un poste de la luz. Acabé, posiblemente, entre los cinco últimos clasificados. Puede que el último. Todavía no me he atrevido a mirar los resultados oficiales.
Fui haciendo cacos, pero tampoco funcionaba. Toda la calle san Agustín me la hice andando para reservar lo poco que me quedaba y pasar el puente viejo trotando, porque media Orihuela está ahí, animando. Y cuando empezó la cuesta definitiva sencillamente me rendí. Aproveché varias estaciones del Vía Crucis para sentarme. Manoli me esperaba a 200 metros del final para hacerme la foto gloriosa. Y yo me volví a sentar a su lado. Un minutillo. Filosofando sobre las cosas que merecen la pena en esta vida y que si me empeñaba en seguir hasta la meta, que se venía conmigo por si me tenía que recoger del suelo.
En fin.
Me cambié en casa de su tía. Mientras me quitaba capas de ropa plateada como si fuera una cebolla metálica, analicé la carrera, buscando una razón para el desastre, una excusa, una coartada. Y seguí analizándola mientras me duchaba y me quitaba la pintura de la cara y me comía la tortilla de alcasiles.
Y entonces di con el culpable.
Los leggings compresivos, o manguitos perniles, o cómo demonios se llamen, que me cubrían las rodillas habían jodido por completo la biomecánica newtoniana que aprendí de Héctor. Demasiadas capas de tela apretada impidiendo el movimiento natural. La rigidez no era cansancio. Era física pura: un bloqueo mecánico de la articulación. Había acción, pero no había reacción.
¡Claro!
Se lo expliqué a Manoli en el coche, de vuelta a Cartagena.
Pero Manoli no se lo tomó bien.
—Oye, que no me vengas a echar la culpa por haber tenido una pájara, ¿eh? Que a veces el cuerpo funciona y a veces no. Y ya está. No pasa nada. No tienes que demostrar nada.
—No. Técnicamente no he tenido una pájara. Han sido los tubos cilíndricos esos. No podía doblar las rodillas.
—Pero melón, si te dije que te los pusieras por debajo de las rodillas.
—No. Eso no lo has dicho.
—Que sí. Textualmente te lo dije.
—No lo he escuchado.
—No lo has escuchado porque no me escuchas.
Silencio. Cincuenta minutos de carretera en silencio.
Pero ella no había terminado. Al llegar a casa, soltó:
—¿No te das cuenta de la contradicción?
—¿Qué contradicción?
—Si no aceptas que te puede dar una pájara sin más explicación, porque somos humanos y a veces el cuerpo falla, eso contradice toda tu teoría de que por fin has aceptado que eres el Hombre de Hojalata. O sea, en el fondo de tu subconsciente, sigues creyendo que eres Macho Man.
—Iron Man.
—Me da igual. ¿No te parece un poco incoherente, cariño?
Ay.
(Acabo de mirar la clasificación, tampoco fue tan mal. Llegué en el puesto 906… O sea, hubo 35 que llegaron por detrás de mí. ¡Hombres y Mujeres de Hojalata, benditos seáis!)
Vuestro community, con Orihuela al fondo, que parece el País de Oz desde la cuesta del Seminario.
La mañana del 24 empezó en Tentegorra. Y no es un detalle menor, porque Tentegorra es para los corredores de Cartagena lo que la estación Victoria de Londres para Phileas Fogg: el sitio donde empiezan los viajes. El arco de Tentegorra, el mirador del Roldán, el grifo de Juanlu… Lugares con nombre propio que cualquiera que corra por aquí conoce como conoce su propia casa. Pero por eso mismo, porque los conoces como tu propia casa, son el punto de partida para lanzarte a recorrer el mundo, que es más grande o más pequeño de lo que parece, según las ganas que tengas de pateártelo.
Julio Verne no lo cuenta en el libro, pero Phileas Fogg volvió a Londres después de dar la vuelta al mundo y se dedicó, supongo, a sus negocios y a recordar su periplo. A rememorar Bombay, Yokohama, San Francisco como los peralicos recuerdan las maratones de Berlín, Nueva York o Roma. Seguro que se movió poco de su Londres querido después de aquello. Y seguro que tuvo esa desazón, ese vértigo silencioso de quien ya ha hecho el viaje grande, los viajes largos, y no sabe muy bien qué hacer con lo que queda.
Recordar está muy bien, vivir de los recuerdos no tanto. Por supuesto, los peralicos siguen pisando asfalto en todos los continentes. Pero cada uno un poco por su cuenta. Y no por falta de voluntad, sino porque pasa. Porque la vida pasa. Se echaba de menos esa efervescencia colectiva, el espíritu de equipo, la celebración de la tribu… No se había perdido, pero estaba aletargada, esperando a la primera oportunidad para rebrotar. Porque en el fondo somos como los primeros Sapiens alrededor de la hoguera… ¡Nos va la marcha!
Y entonces llegó Olga.
La pequeñita (pero cuidadín con ella) es Olga. La que sostiene la cámara para el selfi, Sabela.
Hormiguita incansable, lesionada, sin poder correr pero sin querer perderse nada tampoco. Empeñada en reavivar esa hoguera. La de las grandes y las pequeñas carreras, amistades, quedadas… Guardiana de un fuego que mantuvo Dani con tesón, sin dejar que se apagaran los rescoldos. Y Olga ha mandados a un pelotón de peralicos a por leña. Y las llamas se están reavivando. Y de qué manera.
Aquí están los de siempre y los nuevos. Se está creando una masa crítica (no sé muy bien qué es eso, pero suena potente). Vendrán más entrenamientos —y no me los perderé, espero—. Vendrán salidas: nos vamos en bus a Sax en enero, como quien se va de excursión del colegio. Vendrán planes más ambiciosos, ya hay gente buscando vuelos baratos… Y ahí estaremos, haciendo piña. Porque la parte que Verne no contó, la que viene después de la épica, no es menos importante. No son los ochenta días dando la vuelta al mundo. Es el día ochenta y uno. Y el ochenta y dos. Y todos los que vienen después, cuando ya no hay apuesta que ganar ni récord que batir, solo la costumbre y el privilegio de seguir ahí, con la gente con la que merece la pena estar.
Esta salida del 24 fue eso: volver a empezar, poco a poco. Como lo fue la de Calblanque. Refundación en toda regla, aunque nadie lo dijera en voz alta. Pero se notaba en las caras, en las sonrisas. Piano piano, como dicen los italianos. Esto no ha hecho más que empezar. Los grandes viajes siempre empiezan con pasos pequeños.
Ángel Conesa se encarga de la crónica.
Dos grupos. Uno senderista que se fue hasta el mirador del Roldán, que es uno de los lugares más bonitos de nuestro bonito exoplaneta.
Los que fueron de tranquis…
El otro decidió darle la vuelta al monte y subir el Angliru. Cinco kilómetros. Ciento treinta y nueve metros de desnivel.
Los que van como motos.
Confiesa Ángel: «La cosa iba bien hasta que Mar, que está más fuerte que el vinagre, suelta: ¿hacemos otra? Segunda vuelta. Diez kilómetros en total, mismo desnivel otra vez, y yo haciendo cálculos mentales de cuántos árboles hay en Tentegorra para colgarme de uno. No serían pocas opciones. Subí en coche, eso lo admito sin problemas. Porque si llego corriendo desde abajo, la segunda vuelta la hago directamente en ambulancia».
Tentegorra volvió a ser el principio de algo, no solo el recuerdo de lo que fue. Los grandes viajes siempre empiezan así: con el primer paso en el lugar de siempre, rodeado de la gente de siempre y de los que se apuntan por el camino, preguntándote si de verdad vas a poder con esto. Y luego das el segundo paso. Y luego el tercero. Y cuando quieres darte cuenta, Mar ya está proponiendo otra vuelta más y tú buscando el árbol más cercano.
Cavernícolas en el kiosco Miguel. Hoy tomando café, hace cien mil años comiéndose un mamut. El mismo espíritu.
Leandro Miras lleva unos años jubilado de la recepción del Hotel Carlos III, pero no para quieto. El 21 de diciembre se plantó en Águilas para la Carrera Popular de Navidad, que tiene subida al mirador del Pico de L’Aguilica y al Castillo de San Juan de las Águilas. Solo ver la foto de esa cuesta me da taquicardia.
Leandro terminó en 31:07, a un ritmo de 5:11, que para seis kilómetros con esas rampas yo solo podría hacerlo en bici eléctrica. Las cuestas tienen un no se qué que qué se yo. Odi et amo, que decía Catulo. En Cartagena tenemos unas cuantas… Algunas duras de verdad. El Calvario, que tiene muy bien escogido el nombre. O el Angliru, que es el hermano pequeño del asturiano. Y qué decir de la subida al castillo de la Atalaya por la cara norte, que en la Ruta de las Fortalezas te llega con 50 km en el cuerpo. Cuando la empiezo y miro parriba, me parece el castillo de Drácula en la peli de Coppola.
La arista de la Atalaya, en mi mente agonizante.
En Orihuela está la del Seminario, que tengo como asignatura pendiente: subirla del tirón corriendo, sin andar, que es la única forma de poder decir que la has subido de verdad. (Quizá mañana, en la San Silvestre nocturna, lo consiga). Leandro subió las de Águilas dos días antes de Navidad, cuando el resto de mortales estaban comiendo turrones. Bravo por él. La cuesta de enero, en comparación, es pan comido.
Para gestionar las licencias es necesario hacer un ingreso en la C/C del club: SABADELL CAM – ES42 0081 7361 73 0001255126 por el importe del tipo de licencia que queráis más el importe de cuota del club para 2026 (12€) y que mandéis por WhatsApp o por correo el justificante del ingreso y el tipo de licencia que habéis solicitado.
Podéis enviar el justificante al WhatsApp de socios o al correo electrónico del vocal de atletismo federado Ramón Iborra, ramoniborra@hotmail.com.
José Fernando Montero se presentó este domingo en la Carrera de Navidad de San Miguel de Salinas (Alicante), cinco kilómetros solidarios organizados en beneficio de la Fundación Neuroblastoma, que investiga el cáncer infantil.
Circuito corto con cuestas empinadas que te recuerdan que la ley de la gravedad existe, pero la sensación de estar corriendo por algo más grande que tu marca personal te da un plus de energía. Como decía la pintora mexicana Frida Kahlo: «Pies para qué los quiero, si tengo alas para volar».
La última vez que corrí a 4.15 minutos por kilómetro tenía dieciocho años y eran los años ochenta. Ayer lo volví a hacer. No por voluntad propia, sino por Rayko, el husky de mi hijo, que me pidió sacarlo a pasear porque él estaba trabajando.
Miro la gráfica. La primera media hora es una caminata/trote hasta su casa. Allí me recibe Rayko con un entusiasmo sospechoso. Como si yo fuera Amundsen y tuviéramos que llegar antes que Scott al Polo Sur. O sea, me ve cara de trineo. La última media hora es mi regreso en solitario, medio muerto, después de dejar a Rayko en su casa tras beberse el equivalente al lago Titicaca en el cazo.
Entre medias, lo que se ve no parece la gráfica de una carrera o una caminata, parece más bien un sismógrafo en pleno terremoto.
Picos de 4:15, valles de 22:00, luego 4:18, de nuevo frenazo. Todo ese caos que zigzaguea es el paseo con Rayko. A toda hostia, frenazo para mear contra una farola. A toda hostia, frenazo para olisquear algo que solo él sabe qué coño es. A toda hostia, frenazo porque ha visto otro perro y necesita saludar como si llevara diez años sin ver a nadie de su especie.
Catorce kilómetros. Dos horas y pico. Y la sensación de haber hecho series sin calentamiento, sin plan, sin control, solo agarrado a una correa mientras un animal de treinta kilos se convierte en mi liebre. Solo que yo estoy unido a la liebre sin más remedio. Como un niño agarrado a un montón de globos de helio de los que ya no puede soltarse.
Hay gente que corre con su perro. Lo he visto. Gente con golden retrievers educados que trotan a su lado. Gente con labradores que parecen entender conceptos como «ritmo constante» y «no tirar de la correa hasta descoyuntar el hombro de tu dueño». Gente con arnés, con perros perfectamente adiestrados, acostumbrados a ese tándem humano-canino.
Yo no soy esa gente.
Rayko es un husky siberiano con el cerebro de un lobo estepario y la paciencia de un niño de tres años en una juguetería. Cuando salimos, no paseamos. Él tira, yo intento no estamparme contra el asfalto. Él acelera, yo acelero. Él frena en seco para investigar un chicle pegado al bordillo, yo casi me arranco el manguito rotador intentando no salir volando por inercia.
La gráfica de ritmo es un festival. Hay momentos donde bajamos de 4:30 porque Rayko ha detectado algo—otro perro, un gato, un papel de aluminio movido por el viento—y sale disparado como si le fuera la vida en ello. Luego hay valles de 22:00 donde se para a investigar un zurullo fosilizado o a mear con la parsimonia de quien está firmando un tratado internacional. Marca territorio como si estuviera delimitando la frontera de un imperio. Y entre medias: acelerones, derrapadas, tirones, giros bruscos.
No cuento los perros con los que nos hemos cruzado. Cada encuentro es una negociación diplomática. Rayko quiere saludar, el otro perro quiere saludar, los dueños queremos que esto acabe rápido y sin víctimas.
Lo dejo en casa de mi hijo. Vuelvo al trote a la mía.
Como es de noche, me pongo un frontal.
Maya. Se llama Maya. Una perrita pequeña, de esas que la gente lleva sin correa porque, precisamente, «es una perrita pequeña, ¿qué mal puede hacer?». Su dueña estaba hablando por teléfono—porque claro, ¿para qué hacerle caso a una perrita pequeña que se las arregla sola con más independencia que Antonete Gálvez en el Cantón?—y Maya, que evidentemente sabe que su dueña no está pendiente de ella, cruzó la carretera para morderme.
Por detrás.
En todo el gemelo.
Creo que ha sido por el frontal, que la ha mosqueado por alguna razón. Quizá se sobresaltó y reaccionó como reacciona un perro ante un posible enemigo desconocido que se mueve en la oscuridad. El caso es que vino directa a hincar el diente. No tuvo fuerza para atravesar la malla del pantalón, pero la intención estaba clara. Fue a morder. No a avisar, no a marcar. A morder.
La dueña nos miró y dijo: «Ay, qué mala es esta Maya».
¿Mala? Mala es quedarse el cambio cuando te equivocas al pagar. Esto es ser una hijadeputa con patas. Ha cruzado una carretera —con coches, con riesgo, con premeditación—para morderme por detrás simplemente porque brotaba luz de mi frente. Y me ladra desde sus 20 cm de altura y quiere volver a hincar.
Y la dueña, tan tranquila. «Deja en paz al señor». Mientras sigue hablando por teléfono.
En fin.
¿Cuenta como entrenamiento? Según cómo lo mires. He hecho series sin querer. He trabajado la capacidad de reacción. He fortalecido el core intentando no caerme cada vez que Rayko decidía que había que girar noventa grados sin previo aviso. He mejorado mi umbral de lactato (y de paciencia).
Y aquí viene lo mejor. Lo que ningún vídeo de YouTube sobre técnica de carrera había logrado meter en mi cabeza.
Por primera vez en cuarenta años he corrido dándome con los talones en el culo.
O casi. Porque si no lo hacía así, me estrellaba. Era la única manera de seguir el ritmo del husky sin acabar con la cara en el asfalto.
Mirar adelante, erguido, con una leve inclinación que nace en los tobillos —no hacía falta pensar en nada, Rayko iba delante tirando como un cabrón y me hacía adoptar la postura correcta automáticamente. Imaginar que alguien tira de ti con una cuerda—tampoco hacía falta imaginarlo, alguien tiraba de mí de verdad. Y la sobrezancada, ese enemigo invisible que me persigue (y me lesiona) desde que volví a correr, simplemente desapareció. Todo era acción-reacción newtoniana pura. El pie cayendo debajo del cuerpo, rebotando hacia atrás, subiendo hasta casi tocar el culo. Una y otra vez. Sin pensar. Sin forzar. Porque no había más remedio.
Para gestionar las licencias es necesario hacer un ingreso en la C/C del club: SABADELL CAM – ES42 0081 7361 73 0001255126 por el importe del tipo de licencia que queráis (hay opciones de complemento de bicicleta de montaña, esquí, etc.) más el importe de cuota del club para 2026 (12€) y que mandéis por WhatsApp o por correo el justificante del ingreso y el tipo de licencia que habéis solicitado.
Podéis enviar el justificante al WhatsApp de socios o a los correos de leannem175@gmail.com y de andreslorente41@gmail.com
Las licencias son digitales. Si alguien la quiere plastificada hay que pagar 2€ más, y tendrá que recogerla en la sede de la Federación en Murcia: C/ Francisco Martínez García, 4 (bajo) 30003 Murcia Teléfono: +34 968340270)
El pedido de licencias se hará el 29 de Diciembre de 2025, por ello os pedimos hagáis el ingreso antes de esa fecha.
Posteriormente se hará un segundo pedido a finales de Enero, pero tened en cuenta que el seguro cubre desde el día 1 de enero de 2026.
Al final no llovió. Que es lo primero que hay que decir de la Mar Menor Running Challenge, porque los días previos el cielo prometía diluvio y los grupos de WhatsApp de los clubes participantes (el nuestro por lo menos) ardían con la incertidumbre meteorológica. El domingo amaneció con nubes altas, viento del este y ese aire salado que te pega en la cara cuando corres por La Manga (para los que lean esto y no sean de aquí), esa lengua de tierra surrealista que separa el Mediterráneo del Mar Menor.
Cinco del club se plantaron en la salida de los 10K. Y tres de ellos marcaron MMP. Mejor Marca Personal. Esas tres letras mágicas que hacen que un domingo cualquiera se convierta en un domingo memorable. Otros dicen PB (pronúnciese pibí, ya en plan snob total). Personal Best. Pero es lo mismo.
Vale. Hablemos de tu MMP. Tres letras que pueden arruinarte un domingo o hacerte flotar durante una semana. Tres letras que los corredores populares pronunciamos con una mezcla de orgullo y vergüenza, como quien presume de haber acabado una carrera de obstáculos sin caerse pero omite que tardó el doble que el primero.
La cosa funciona así: sales a correr contra ti mismo. Eso es lo que te dicen. «No compitas con los demás, compite contigo mismo». Precioso. Inspirador. Una gilipollez como un piano de grande.
Porque en realidad no estás corriendo contra ti mismo. Estás corriendo a favor de ti mismo. Intentando ser mejor que ayer, mejor que el mes pasado, mejor que ese tú que empezó hace dos años y no aguantaba ni cinco kilómetros sin pararse a vomitar el alma. No es una competición. Es una evolución. Y eso, curiosamente, es mucho más difícil de gestionar.
Cuando compites contra otro, puedes perder y culpar al otro de ser más rápido. Cuando compites contra ti mismo, solo puedes culparte a ti por ser más lento. O peor: por no mejorar. Por estancarte. Por descubrir que los cincuenta años no perdonan y que tu MMP de hace tres años es inalcanzable hoy por mucho que te mates entrenando.
La obsesión con las MMP es lo que separa al corredor ocasional del corredor popular enganchado. El ocasional sale a correr y ya está. El enganchado sale a correr mirando el reloj cada doscientos metros, haciendo cálculos mentales de ritmos parciales, preguntándose si hoy será el día en que baje de los cincuenta minutos en 10K (o de la hora, servidor, que acredita 1:01; y marcó 4:06.19 en maratón, pero el maratón fue hace cuarenta años. Así que a estas alturas es probable que ni pueda considerarse ya la misma persona, porque seguramente han cambiado todas las células de su cuerpo).
Spoiler: casi nunca es el día. Pero algún domingo, sin saber muy bien cómo ni por qué, lo es.
Y ese domingo es peligroso. Porque una vez que bajas la barrera, la barrera se mueve. Ya no son cincuenta minutos. Son cuarenta y nueve. Luego cuarenta y ocho. Luego cuarenta y cinco. Y mientras tanto, Eliud Kipchoge (que se acaba de retirar) hace un maratón en menos de dos horas (pero él llevaba unas zapas diseñadas por la NASA y un ejército de liebres; y tú, bueno, tus Asics o tus Hoka te han costado unas pasta, aunque esperaste al descuento del Black Friday, y tu liebre es tu compi de la camiseta azul del submarino). Pero sigues celebrando haber bajado de cuarenta y siete minutos en 10K como si hubieras descubierto la penicilina.
Pero es que eso es lo bonito. Que tu MMP no tiene nada que ver con los récords olímpicos. Que tus cuarenta y siete minutos valen exactamente lo mismo que los veintisiete de Kipchoge: son tu mejor versión hasta ahora. Y eso, aunque suene a frase de calendario motivacional (o de adviento que tanto se llevan ahora), es verdad.
En La Manga del Mar Menor, en diciembre de 2025, Paola Montijano, Tamara Yepes y Ángel Conesa marcaron MMP en 10K. Tres historias distintas, tres cuerpos distintos, tres edades distintas. Pero los tres con la misma cara de «hostias, lo he hecho» al cruzar la meta. Ángel, que ha inspirado esta parrafada, acabó el año exprimiéndose. Pao y Tamara también. Y los tres sabiendo que la próxima carrera volverán a intentarlo. Porque las MMP son así: adictivas, frustrantes, y la razón por la que seguimos pagando trece euros por correr diez kilómetros un domingo a las nueve de la mañana con frío.
Daniel Sánchez Espejo no hizo MMP. Pero subió al podio. Otra vez. Dani pisa más podios que el salón de su casa, que ya es decir. Tercero en su categoría, con setenta (quién lo diría) y un ritmo que haría llorar a la mitad de treintañeros. Daniel no necesita MMP. Ya hace tiempo que dejó de correr contra sí mismo. Ahora simplemente corre. Y disfruta.
Jorge Hernández tampoco hizo MMP. Pero marcó un tiempazo increíble. Cuarenta y seis minutos cuarenta y ocho segundos. Un ritmo de 4:40 el kilómetro, constante, implacable, de los que te hacen pensar «este tío sabe lo que hace». Jorge no necesitó batir ningún récord personal. Su carrera fue lo suficientemente buena por sí misma. Solo una vez ha corrido más rápido, así que debió correr como si repartieran jamones de bellota en meta. O relojes Garmin. O lo que quiera que motive a un millenial a darlo todo un domingo por la mañana en el asfalto y no un sábado por la noche de marcha.
Y como nunca es tarde porque en internet no hay rotativa esperando, añadimos a José Antonio Téllez, que corrió los 5K de La Manga en 20:04. Vigésimo primero en categoría ABM (absoluta masculina), a un ritmo de 4:00/km. Cuatro minutos exactos por kilómetro. Esos números redondos y perfectos que parecen imposibles hasta que ves el crono. José Antonio cuenta que se arrastró los últimos trescientos metros, que casi tuvo que pararse, que el reloj le marcó un nuevo máximo de pulsaciones. Lo normal cuando vuelas a ese ritmo. ¿Qué esperabas? Pero cuidadín con la patata, eh.
Y mientras tanto, en Madrid, Dani Puyosa corría la Carrera de las Empresas. Ahí no se puede representar al club, pero él estaba. No lo destacamos solo porque su tiempo fuera impresionante —que lo fue—, sino porque es el hijo de la presidenta y hay tráfico de influencias.
Las MMP son eso: pequeñas victorias personales que nadie más que tú entiende, excepto los que piensan en sus propias MMP. Records que no salen en los periódicos. Logros que celebras con una cerveza y que a la semana siguiente ya estás pensando en cómo bajarlos un poco más.
Corres a favor de ti mismo. Y eso, aunque no lo parezca, es mucho más difícil que correr contra cualquier otro.
Resultados Club Maratón Cartagena:
Jorge Hernández Marí – 22º M3SM – 46:48
Ángel Conesa Sánchez – 23º M4SM – 49:29 (MMP)
Paola Montijano – 5º M40F – 51:59 (MMP)
Daniel Sánchez Espejo – 3º M6SM – 54:51
Tamara Yepes – 6º M3SF – 55:01 (MMP)
José Antonio Téllez Almodovar – 21º ABM – 20:04 (5K, ritmo 4:00/km)
Esta crónica está abierta a ampliación. Si alguno de los implicados quiere contar su experiencia, añadir detalles, o simplemente decir que la historia no fue exactamente así, que nos escriba. Aquí ya no hacemos periodismo ficción. Aprendimos la lección con Cuba.
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