El arco de Tentegorra

La mañana del 24 empezó en Tentegorra. Y no es un detalle menor, porque Tentegorra es para los corredores de Cartagena lo que la estación Victoria de Londres para Phileas Fogg: el sitio donde empiezan los viajes. El arco de Tentegorra, el mirador del Roldán, el grifo de Juanlu… Lugares con nombre propio que cualquiera que corra por aquí conoce como conoce su propia casa. Pero por eso mismo, porque los conoces como tu propia casa, son el punto de partida para lanzarte a recorrer el mundo, que es más grande o más pequeño de lo que parece, según las ganas que tengas de pateártelo.

Julio Verne no lo cuenta en el libro, pero Phileas Fogg volvió a Londres después de dar la vuelta al mundo y se dedicó, supongo, a sus negocios y a recordar su periplo. A rememorar Bombay, Yokohama, San Francisco como los peralicos recuerdan las maratones de Berlín, Nueva York o Roma. Seguro que se movió poco de su Londres querido después de aquello. Y seguro que tuvo esa desazón, ese vértigo silencioso de quien ya ha hecho el viaje grande, los viajes largos, y no sabe muy bien qué hacer con lo que queda.

Recordar está muy bien, vivir de los recuerdos no tanto. Por supuesto, los peralicos siguen pisando asfalto en todos los continentes. Pero cada uno un poco por su cuenta. Y no por falta de voluntad, sino porque pasa. Porque la vida pasa. Se echaba de menos esa efervescencia colectiva, el espíritu de equipo, la celebración de la tribu… No se había perdido, pero estaba aletargada, esperando a la primera oportunidad para rebrotar. Porque en el fondo somos como los primeros Sapiens alrededor de la hoguera… ¡Nos va la marcha!

Y entonces llegó Olga.

La pequeñita (pero cuidadín con ella) es Olga. La que sostiene la cámara para el selfi, Sabela.

Hormiguita incansable, lesionada, sin poder correr pero sin querer perderse nada tampoco. Empeñada en reavivar esa hoguera. La de las grandes y las pequeñas carreras, amistades, quedadas… Guardiana de un fuego que mantuvo Dani con tesón, sin dejar que se apagaran los rescoldos. Y Olga ha mandados a un pelotón de peralicos a por leña. Y las llamas se están reavivando. Y de qué manera.

Aquí están los de siempre y los nuevos. Se está creando una masa crítica (no sé muy bien qué es eso, pero suena potente). Vendrán más entrenamientos —y no me los perderé, espero—. Vendrán salidas: nos vamos en bus a Sax en enero, como quien se va de excursión del colegio. Vendrán planes más ambiciosos, ya hay gente buscando vuelos baratos… Y ahí estaremos, haciendo piña. Porque la parte que Verne no contó, la que viene después de la épica, no es menos importante. No son los ochenta días dando la vuelta al mundo. Es el día ochenta y uno. Y el ochenta y dos. Y todos los que vienen después, cuando ya no hay apuesta que ganar ni récord que batir, solo la costumbre y el privilegio de seguir ahí, con la gente con la que merece la pena estar.

Esta salida del 24 fue eso: volver a empezar, poco a poco. Como lo fue la de Calblanque. Refundación en toda regla, aunque nadie lo dijera en voz alta. Pero se notaba en las caras, en las sonrisas. Piano piano, como dicen los italianos. Esto no ha hecho más que empezar. Los grandes viajes siempre empiezan con pasos pequeños.

Ángel Conesa se encarga de la crónica.

Dos grupos. Uno senderista que se fue hasta el mirador del Roldán, que es uno de los lugares más bonitos de nuestro bonito exoplaneta.

Los que fueron de tranquis…

El otro decidió darle la vuelta al monte y subir el Angliru. Cinco kilómetros. Ciento treinta y nueve metros de desnivel.

Los que van como motos.

Confiesa Ángel: «La cosa iba bien hasta que Mar, que está más fuerte que el vinagre, suelta: ¿hacemos otra? Segunda vuelta. Diez kilómetros en total, mismo desnivel otra vez, y yo haciendo cálculos mentales de cuántos árboles hay en Tentegorra para colgarme de uno. No serían pocas opciones. Subí en coche, eso lo admito sin problemas. Porque si llego corriendo desde abajo, la segunda vuelta la hago directamente en ambulancia».

Tentegorra volvió a ser el principio de algo, no solo el recuerdo de lo que fue. Los grandes viajes siempre empiezan así: con el primer paso en el lugar de siempre, rodeado de la gente de siempre y de los que se apuntan por el camino, preguntándote si de verdad vas a poder con esto. Y luego das el segundo paso. Y luego el tercero. Y cuando quieres darte cuenta, Mar ya está proponiendo otra vuelta más y tú buscando el árbol más cercano.

Cavernícolas en el kiosco Miguel. Hoy tomando café, hace cien mil años comiéndose un mamut. El mismo espíritu.

¡Felices fiestas!

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