
La última vez que corrí a 4.15 minutos por kilómetro tenía dieciocho años y eran los años ochenta. Ayer lo volví a hacer. No por voluntad propia, sino por Rayko, el husky de mi hijo, que me pidió sacarlo a pasear porque él estaba trabajando.
Miro la gráfica. La primera media hora es una caminata/trote hasta su casa. Allí me recibe Rayko con un entusiasmo sospechoso. Como si yo fuera Amundsen y tuviéramos que llegar antes que Scott al Polo Sur. O sea, me ve cara de trineo. La última media hora es mi regreso en solitario, medio muerto, después de dejar a Rayko en su casa tras beberse el equivalente al lago Titicaca en el cazo.
Entre medias, lo que se ve no parece la gráfica de una carrera o una caminata, parece más bien un sismógrafo en pleno terremoto.
Picos de 4:15, valles de 22:00, luego 4:18, de nuevo frenazo. Todo ese caos que zigzaguea es el paseo con Rayko. A toda hostia, frenazo para mear contra una farola. A toda hostia, frenazo para olisquear algo que solo él sabe qué coño es. A toda hostia, frenazo porque ha visto otro perro y necesita saludar como si llevara diez años sin ver a nadie de su especie.
Catorce kilómetros. Dos horas y pico. Y la sensación de haber hecho series sin calentamiento, sin plan, sin control, solo agarrado a una correa mientras un animal de treinta kilos se convierte en mi liebre. Solo que yo estoy unido a la liebre sin más remedio. Como un niño agarrado a un montón de globos de helio de los que ya no puede soltarse.
Hay gente que corre con su perro. Lo he visto. Gente con golden retrievers educados que trotan a su lado. Gente con labradores que parecen entender conceptos como «ritmo constante» y «no tirar de la correa hasta descoyuntar el hombro de tu dueño». Gente con arnés, con perros perfectamente adiestrados, acostumbrados a ese tándem humano-canino.
Yo no soy esa gente.
Rayko es un husky siberiano con el cerebro de un lobo estepario y la paciencia de un niño de tres años en una juguetería. Cuando salimos, no paseamos. Él tira, yo intento no estamparme contra el asfalto. Él acelera, yo acelero. Él frena en seco para investigar un chicle pegado al bordillo, yo casi me arranco el manguito rotador intentando no salir volando por inercia.
La gráfica de ritmo es un festival. Hay momentos donde bajamos de 4:30 porque Rayko ha detectado algo—otro perro, un gato, un papel de aluminio movido por el viento—y sale disparado como si le fuera la vida en ello. Luego hay valles de 22:00 donde se para a investigar un zurullo fosilizado o a mear con la parsimonia de quien está firmando un tratado internacional. Marca territorio como si estuviera delimitando la frontera de un imperio. Y entre medias: acelerones, derrapadas, tirones, giros bruscos.
No cuento los perros con los que nos hemos cruzado. Cada encuentro es una negociación diplomática. Rayko quiere saludar, el otro perro quiere saludar, los dueños queremos que esto acabe rápido y sin víctimas.
Lo dejo en casa de mi hijo. Vuelvo al trote a la mía.
Como es de noche, me pongo un frontal.
Maya. Se llama Maya. Una perrita pequeña, de esas que la gente lleva sin correa porque, precisamente, «es una perrita pequeña, ¿qué mal puede hacer?». Su dueña estaba hablando por teléfono—porque claro, ¿para qué hacerle caso a una perrita pequeña que se las arregla sola con más independencia que Antonete Gálvez en el Cantón?—y Maya, que evidentemente sabe que su dueña no está pendiente de ella, cruzó la carretera para morderme.
Por detrás.
En todo el gemelo.
Creo que ha sido por el frontal, que la ha mosqueado por alguna razón. Quizá se sobresaltó y reaccionó como reacciona un perro ante un posible enemigo desconocido que se mueve en la oscuridad. El caso es que vino directa a hincar el diente. No tuvo fuerza para atravesar la malla del pantalón, pero la intención estaba clara. Fue a morder. No a avisar, no a marcar. A morder.
La dueña nos miró y dijo: «Ay, qué mala es esta Maya».
¿Mala? Mala es quedarse el cambio cuando te equivocas al pagar. Esto es ser una hijadeputa con patas. Ha cruzado una carretera —con coches, con riesgo, con premeditación—para morderme por detrás simplemente porque brotaba luz de mi frente. Y me ladra desde sus 20 cm de altura y quiere volver a hincar.
Y la dueña, tan tranquila. «Deja en paz al señor». Mientras sigue hablando por teléfono.
En fin.
¿Cuenta como entrenamiento? Según cómo lo mires. He hecho series sin querer. He trabajado la capacidad de reacción. He fortalecido el core intentando no caerme cada vez que Rayko decidía que había que girar noventa grados sin previo aviso. He mejorado mi umbral de lactato (y de paciencia).
Y aquí viene lo mejor. Lo que ningún vídeo de YouTube sobre técnica de carrera había logrado meter en mi cabeza.
Por primera vez en cuarenta años he corrido dándome con los talones en el culo.
O casi. Porque si no lo hacía así, me estrellaba. Era la única manera de seguir el ritmo del husky sin acabar con la cara en el asfalto.
Mirar adelante, erguido, con una leve inclinación que nace en los tobillos —no hacía falta pensar en nada, Rayko iba delante tirando como un cabrón y me hacía adoptar la postura correcta automáticamente. Imaginar que alguien tira de ti con una cuerda—tampoco hacía falta imaginarlo, alguien tiraba de mí de verdad. Y la sobrezancada, ese enemigo invisible que me persigue (y me lesiona) desde que volví a correr, simplemente desapareció. Todo era acción-reacción newtoniana pura. El pie cayendo debajo del cuerpo, rebotando hacia atrás, subiendo hasta casi tocar el culo. Una y otra vez. Sin pensar. Sin forzar. Porque no había más remedio.
Ha sido increíble. Toda la teoría que había leído sobre ciclo de la pisada, sobre la fase de vuelo, sobre la recuperación activa del talón, de repente tenía sentido. No en el cerebro. En las piernas.
Sin plan. Sin estructura. Solo sobrevivir. Y, a veces, de manera intermitente, durante un ratito, durante veinte o treinta ratitos, volar.
¿Alguno de vosotros corre con perro? ¡Que se anime y comparta su experiencia!

«La próxima vez te traes el trineo, tío».


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